|
Dinero, demogresca y otros podemonios ,Juan Manuel de Prada, Temas de Hoy, 2015 |
Dinero, demogresca y
otros podemonios
Juan Manuel de Prada
Temas de Hoy
Barcelona, 2015, 265
pp.
Obra de reflexión
sobre la crisis de valores de la España actual y sus causas.
Juan Manuel de Prada
se califica a sí mismo como escritor “a contracorriente”, por eso no
puede extrañar el contenido de esta colección de artículos, en los que realiza
una constante crítica de esta sociedad, concretamente la española, a la que
califica como un pandemónium, lo que se
puede interpretar en su doble sentido o acepciones: primero como capital
imaginaria de reino infernal y, segundo, como lugar donde hay mucho ruido y
confusión.
Aparecen los nuevos líderes de
facciones políticas con ínfulas de supuestos libertadores de la sociedad,
encarnados en políticos de extrema izquierda, los que proclaman la ruptura de
toda tradición como única forma de encontrar la libertad absoluta que debe
regir la vida de todo ser humano, pero, según el autor, a costa de perder sus
raíces, sus ideales y, por supuesto, toda visión espiritual de la vida que se
convierte sólo en una simple existencia en la que la búsqueda constante del
éxito material y el goce puramente venal y egoísta son los motores que mueven al
individuo, en una vida desarbolada de otras perspectivas más enriquecedoras y
trascendentes.
Hablar en esta época de valores
morales o religiosos es entrar en un camino tortuoso en el que pocos seguidores
encontrará y sí muchos detractores que, o bien se burlarán de las ideas
expuestas o, peor aún, se convertirán en enemigos feroces que despreciaran a quien
proclama tales ideas fuera de la realidad sociológica del momento y le
combatirán de forma sistemática y feroz.
Pero sus ataques también van
dirigidos a la corruptela de todos los partidos políticos a los que llama los
“negociados de izquierdas o derechas”, a los que ataca con virulencia por su
búsqueda desenfrenada de cotas de poder donde conseguir un enriquecimiento
personal, y también de los aliados, lo más rápido posible, además de ofrecer a
los ciudadanos la única vía posible de
salvación que sólo puede venir de la prosperidad económica, como valor en alza
y exclusivo de toda sociedad moderna, en la que brillan por su ausencia los
valores morales, la ética y la más absoluta decencia particular y colectiva.
Sorprende, sin embargo, y aun
conociendo la trayectoria literaria de este escritor singular, que afirme que
esta falta de horizontes espirituales y morales proviene de que la sociedad ha
olvidado la realidad del pecado original y, por ello, la inclinación humana al
mal, lo que justificaría, o explicaría, la corrupción humana que se pone de
manifiesto en la política de forma más ostentosa y evidente.
Según de Prada, el pecado original
es la principal causa de los males que nos aquejan y dice: “Hoy esta realidad
humana y teológica de evidencia incontestable se niega desde dos posturas en
apariencias antitéticas, pero íntimamente coincidentes: por un lado, se afirma
que el hombre es bueno por naturaleza y que le basta dejarse conducir por su
naturaleza para comportarse con rectitud; por otro, se sostiene que la
naturaleza humana está irremisiblemente corrompida y que al hombre no le queda
otro remedio sino sobrevivir como una alimaña en medio de alimañas” (pág. 37).
Así, la moral clásica alentaba a la pobreza y al repudio de los bienes
materiales, pero a lo largo de la Historia la moral cambió y de ahí proviene el
nuevo concepto antropológico y ontológico de la naturaleza humana. Todo ello
debido al declive paulatino del concepto del pecado original, lo que hizo que
las normas morales que lo sostenían se hicieron incomprensibles e innecesarias.
El escritor afirma que ambas visiones sobre el hombre
coinciden en darle prioridad a la autonomía humana. Sin embargo, el hombre
actual, al haber perdido toda fe en Dios, convierte al Dinero en un nuevo dios
al que hay que rendirle toda reverencia y, por ello, se convierte la búsqueda
de la prosperidad material en el fin que justifica los medios para alcanzarlo y
la propia existencia. Toda esa nueva moral se convierte así en la nueva
religión y los seres humanos, en vez de buscar su camino espiritual, se dedican
a buscar el camino más corto que le lleve hasta la prosperidad o riqueza como
finalidad última de la propia vida.
Todas estas consideraciones pueden resultar un tanto
extrañas o incómodas para muchos lectores que no aceptan que la religión, cualquiera
que fuere, les condicione su vida con preceptos y mandamientos. En una sociedad
laica en la que se proclama la libertad de conciencia y culto, tener como meta
de actuación de cualquier político lo que dice el dogma religioso -que
en España es mayoritaria y tradicionalmente católico-, sería como instalar la teocracia como sistema de
gobierno, lo que es impensable en una sociedad en la que se respeta cualquier
creencia, siempre que no imponga sus normas a los ciudadanos que libremente no
tienen fe en tal doctrina, haciendo uso de su propia libertad para creer o no
creer y no dejarse imponer creencias religiosas o ideológicas que no acepta
como válidas para sí mismo, aunque respete que otros las tengan y las vivan en
libertad.
Juan Manuel de Prada intenta definir
que los males de esta sociedad vienen por el alejamiento de Dios y de su
mandamientos, aunque olvida que la conciencia individual es un lugar que no se
puede avasallar intentando que quienes
no son creyentes adopten y apliquen a sus vidas el ideario moral y religioso del
tipo que sea, porque la fe es un sentimiento, pero nunca se puede llegar a él a
través de la imposición ni del razonamiento lógico.
Hay un cierto dogmatismo en la
exposición de las ideas de este escritor, -aunque bien sustentadas filosófica y
teológicamente-, dogmatismo en el que
impera más el deseo de demostrar que quienes no piensen igual y compartan las
mismas creencias están equivocados y perdidos en su propia ignorancia de la
verdad; lo que les ha llevado, y a la sociedad en su conjunto, a un callejón
sin salida. Además, se observa en sus textos constantemente una actitud
ciertamente despectiva de superioridad intelectual y moral que se manifiesta en muchos de los calificativos sobre el
conjunto de los ciudadanos, es decir, la criticada por él palabra “ciudadanía”,
que no comparte sus opiniones.
Dicha actitud que
tiene poco que ver con el verdadero sentido
evangélico de amor y misericordia del que hace gala el verdadero creyente, pero
no dogmático ni soberbio, porque la consideración y el respeto al prójimo,
tenga o no la misma opinión o creencia, prima en su conducta y en su relación con los demás. Las conciencias
individuales son sagradas y en las que no se puede entrar de forma imperiosa ni
dogmática, porque en el corazón del
hombre está la raíz de esa libertad individual en la que se basa el
libre albedrío para decidir en qué creer o qué pensar, sin imposiciones ni
mandatos, aunque para otros esté cayendo en el más absoluto error.
Su animadversión a lo que llama “partitocracia” es
evidente en esta obra, y que no es otro este término de nuevo cuño que la
definición del régimen político en el que los partidos políticos se disputan el
poder a través de las elecciones, lo que viene a ser lo mismo que la
articulación fáctica de toda democracia, en la que los partidos representan las
diferentes ideologías que subyacen en toda sociedad humana, y de las que los
votos de los ciudadanos expresan, por la mayoría alcanzada por alguno de los
partidos o por los pactos correspondientes, el deseo de que les gobierne tal o
cual partido o facción de forma alternativa, pues no existe gobierno que sea
definitivo en ningún país occidental y democrático, haciendo así posible que
las minorías puedan estar representadas en los órganos legislativos como son el
Parlamento y el Senado, pudiendo así controlar y evitar, aunque no siempre de
forma efectiva, el abuso de poder de todo Gobierno mayoritario.
Sobre la “partitocracia” escribe: “Es la partitocracia la
que es constitutivamente corrupta, porque en ella los políticos dejan de ser
representantes políticos para convertirse en una casta cuyo fin primordial es
la acumulación de poder. Pruebas manifiestas de ese mal constitutivo de la
partitocracia las tenemos por doquier: así por ejemplo, en la efectiva anulación
del principio de separación de poderes o
en la injerencia creciente de la política en la función pública o en la
incorporación de las élites partitocráticas a los consejos de administración de
grandes corporaciones y empresas.”” (Página 42).
Habría que preguntarse si no recuerda este autor cuando en el Régimen franquista la Iglesia y el Estado formaban una alianza de
poderes a través de los Concordatos, en la que el poder temporal (político) y
el poder confesional (Iglesia) eran los únicos que ejercían el poder absoluto
de forma conjunta en sus respectivos campos de acción, aunque entre ellos
existía tal imbricación que era imposible separar a uno del otro. Esto provocaba que en el ejercicio político,
legislativo y judicial no se admitían a quienes no fueran adeptos a la
ideología política dominante o a la creencia religiosa, y sus detentadores actuaban
de forma conjunta y excluyente, impidiendo que, quienes no aceptarán a la una u
a la otra o a ambas, no pudieran tener ninguna posibilidad de expresar su
opinión ni acceder a ningún cargo público o privado que les estaba vetado.
A pesar de los males que pueda representar la democracia
con todos sus defectos -como tiene toda
obra humana-, en la que es inevitable la ·”partitocracia”, producto correspondiente
de la existencia de aquélla, siempre es más conveniente y deseable para toda sociedad
vivir bajo un régimen democrático que bajo uno totalitario, porque el primero
defiende la libertad de conciencia, de
creencia e ideología, de expresión de las propias ideas, entre otras muchas
libertades fundamentales del individuo, logros que ha costado muchos siglos
llegar a conseguir ver legislados y reconocidos y que, en definitiva, consagra
la libertad del individuo –dentro de los límites reales que la naturaleza
humana tiene y que son muchos-, y siempre con respeto a la legalidad vigente,
para ser, pensar y actuar en el mundo según su criterio, sus capacidades, sus
ideales o sus creencias o su falta de éstas; porque la conciencia humana es un
territorio acotado y el límite que nunca se debe traspasar para intentar manipular, bajo consignas de que
todo se hace para el bien material, moral o espiritual de cada individuo que
tiene pleno derecho a buscar por sí mismo el sentido a su vida, a su destino en
este mundo o en el ultra terreno -para
los creyentes-, sin imposiciones, ni exigencias de cambiar de ideas, por no ser
válidas las que tenga, según el criterio de todo salvador de conciencias y vidas ajenas que quiere marcarle el
camino bajo el pretexto de que, quienes
no piensan o creen igual que el salvador de turno, viven en el error y en la
nada.
Es por ello que la democracia y sus muchos males siempre
será mejor que un sistema de gobierno, sea el que fuere, en el que quien
ostente el poder obligue a los ciudadanos a pensar de una determinada manera
–lo que es completamente imposible en la realidad y sólo se consigue la
ficticia adhesión que provoca el miedo-, o a prohibir todo tipo de
manifestación contraria a la idea dominante, ya sea política, religiosa o de
cualquier otra naturaleza. No hay que olvidar los regímenes comunistas vigentes
aún en algunos países y los abusos que estos llevan a cabo sobre sus ciudadanos
que son llamados disidentes. Y tampoco los terribles sucesos que protagoniza el
Estado Islámico que va sembrando de terror, muerte y desolación a los países en
los que ha entrado para aniquilar a todos los que no piensen y acepten el
fundamentalismo islámico como su única forma de vida, pensamiento y fe.
La falta de libertad de pensamiento, o expresión del
mismo, es tratar a cada ciudadano como a un menor de edad o incapaz a quien hay
que llevar de la mano para indicarle cuál es el mejor camino posible para él,
siempre y cuando se deje dirigir por quien se cree en posesión absoluta de la
verdad, lo que es la mejor demostración de absolutismo en las ideas sin
fisuras. Y todo absolutista es siempre un dictador.
El autor de esta obra apoya sus ideas y comentarios en
autores como Donoso Cortés, Heidegger,
George Orwell, Chesterton y un
largo etcétera. De Donoso Cortés comenta que quien fue consejero de la Reina María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII,
“…nos enseñaba que no hay ningún error contemporáneo que no entrañe un error
teológico”. Lo que dicho así puede tener sentido para los católicos de la época
en la que fue expresado, en la primera
mitad del siglo XIX, pero es inadmisible para la sociedad actual tal argumento
que provenía de un político cuyo pensamiento fue evolucionando desde un tibio liberalismo hasta un
patente reaccionarismo con claras connotaciones ultracatólicas y místicas.
Ideas que eran apropiadas para la época en la que vivía, pero resultan
inviables en una sociedad moderna en la que la propia Iglesia está viviendo una
profunda transformación desde el concilio Vaticano II, lo que está poniendo aún más de relieve la llegada del Papa
Francisco, además de que la sociedad está cada vez más ajena a la religión y
apuesta por un laicismo imparable, guste o no a los creyentes que sólo podemos
y debemos respetar a los que no lo son, al igual que exigimos respeto a nuestras
creencias.
Es sorprendente leer frases como
esta:” Una política que reconociese la existencia del pecado original, en lugar
de donarse con las plumas de pavo real de la virtud, empezaría por limitar su
jurisdicción a las puras labores de representación política, en aceptación del
mandato que recibe de sus representados. Y una vez limitada su jurisdicción a
la pura representación política, suplicaría el auxilio divino”. Habría que
preguntarse si el auxilio divino, según este autor, debería venir de los
consejos de un director espiritual al dirigente político en cuestión, con lo
que se afirma la idea de que así la Iglesia tendría una nueva parcela de poder
en lo terrenal inapropiada en un Estado que se declara no confesional. Parece
escrita la frase antes mencionada en otro tiempo, en pleno siglo XIX, en el que
la sociedad tenía una mentalidad completamente diferente a la de ahora, debido
a unas circunstancias sociológicas, políticas, religiosas y económicas que no
tienen nada que ver con la realidad actual y la complejidad de la sociedad
moderna en su conjunto.
En
esta obra, también se advierte una
evidente tensión, propia de quien sabe que lo que está diciendo no será
aceptado por muchos, lo que parece crearle una sensación de amargura ante la
ceguera de los hombres que no comprenden
ni aceptan la verdad de sus palabras y, por ello, siente un total
pesimismo ante el futuro de una sociedad que no le importa ir por el camino
errado, a juicio del autor, para satisfacer sus deseos de placeres inmediatos,
aunque para ello se conviertan en esa sociedad aborregada en la que falsos
gurús le prometen la felicidad a través de la consecución del éxito material y
sus falsos espejismos.
Juan Manuel de Prada posee un prosa depurada y exquisita,
pero en esta colección de artículos sobre los problemas de la sociedad actual, ese virtuosismo está al servicio de una
permanente y férrea convicción de que los ideales del pueblo español están
subvertidos por el materialismo imperante, la falta de ideales morales y éticos
que provienen de su propio laicismo y su incapacidad de reaccionar contra los
males que padece y que actúan como un somnífero que acalla las conciencias;
pero, olvida de Prada que la conciencia
individual de todos y cada uno de los ciudadanos es territorio inexpugnable en
el que sólo tiene poder y soberanía el propio individuo como manifestación de
su capacidad de libre albedrío que le es
consustancial a su propia naturaleza de ser racional. Incluso, si ese mismo
libre albedrío le lleve al error y a la perdición, según otros criterios,
porque es un precio obligado a pagar que revalida la libertad del individuo que
es su único y más valioso patrimonio, siempre irrenunciable.